Una mañana, el sol que entra por la ventan y calienta su cuerpo descubierto por la frazada. Un camisón mojado y una sonrisa desecha. Un inmenso dolor de cabeza y un vértigo arrazador, una mirada hacia el precipicio y a la mitad de la cama de nuevo. Un desayuno ya frio sobre la mesa de luz, el reloj caido y unas tostadas desagradables. Un camino de fotos rotas y cartas destruidas de la noche anterior desparramadas sobre la alfombra de entrada al cuarto. Un portarretratos deshecho, un puño lleno de moretones, y sobre todo una pared abollada. Un silencio arrazador, y la soledad. La soledad y vos. De la mano, para siempre -pensás-, mientras la resaca empieza a desaparecer. Un candombe en la cabeza que no es para bailar, dirían las pastillas. Sería más fácil recordar, pero la mente estaba en blanco y desde la cama muchas hipótesis no se pueden deducir. Un par de lágrimas que caen sobre sus mejillas en forma de tobogán y un inmenso dolor en el ojo. Un golpe quizás y los rompecabezas de una noche para olvidar. Y a levantarse, como todos los días, de la cama o de donde sea, como toda caìda, como siempre.
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